martes, agosto 15, 2006

mal de familia

david chávez

"La tía Fernanda es teratóloga, lo voy a llevar con ella". Recuerdo que a mis ocho años escuché esa frase proveniente de mi madre y camino a casa de Tía Fer la palabra me ataba inmisericorde al sabor de las infusiones y cocimientos que la vieja nos daba a mi y a mis primos cuando nuestros padres no podían hacerse cargo de nosotros por atender algún asunto y quedábamos a su cargo.

Como cualquier solterona de 70 años que se preciara de serlo, Tía Fer curaba nuestras enfermedades con infusiones elaboradas con todo tipo de hierbas, raíces, hojas, cortezas, cáscaras y demás productos natulares. Nunca en su casa alguien de la familia debió ser intervenido quirúrgicamente por algú padecimiento, hasta que ella comenzó a chochear y a confundir las recetas para el té de amores que les pedían mis primas con las fórmulas para curar la diarrea con una tacita de tal cosa acompañada de una pizca de tal otra.

Recuerdo que recordaba el sabor de los brebajes de la Tía Fernanda y yo y mi imaginación nos sujetábamos con fuerza, al oír teratóloga, al viejo cuadro de la casona de los abuelos, hasta meternos a la cocina, para ver en la taza el líquido preparado para determinado fin curandero. Lo recuerdo. Sí. Y cómo olvidarlo, si Tía Fer nos dio un cocimiento especial a todos, elaborado con una fotografía que a duras penas se dejó tomar, según ella "para que nunca me pierdan el recuerdo".

A 17 años de distancia entiendo por qué la Tía Fer nunca quiso poner freno a esa ceguera que le consumió los ojos. Tantos inventos, tanta dedicación de su parte para curar nuestros males era por evitar esas anomalías en nuestras conductas, esas monstruosidades que había en nosotros que los remedios de la vieja buscaban ocultarle a su vista. Y ambos, sus pacientes y ella misma, dejábamos de vernos enfermos.