sábado, septiembre 26, 2009

(De)Generaciones bíblicas

david chávez





Lot quería tanto a su mujer que para llevarla consigo optó por inhalársela toda.



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Bórgicas I

David Chávez






¿Un espejo frente a un espejo no es un aleph artificial? ¿Qué se ve del aleph cuando este se refleja en un espejo?






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De humectaciones

David Chávez


La lectura de novelas río, cuentos gota, enciclopedias oceánicas y poemas rocío me ha dejado de un bonito color aguamarina este humilde par de ojos.

jueves, septiembre 24, 2009

Juego de palabras 1

David Chávez




Hace rato, mientras iba sentado en el camión del transporte público, vi a un par de niños jugando, colgados de los brazos de su madre. Entonces me sentí inseguro. No sé si estoy seguro de que madurar sea decidirse a jugar un solo juego durante toda la vida, jugarlo profesionalmente e incluso divertirse mientras se juega, y ni siquiera estoy seguro ahora de que eso sea madurar. Más de tres décadas me costó llegar a esa conclusión, a decidirme a jugar lo que ahora juego, y ahora no tengo idea siquiera de a qué estoy jugando. Por eso bajé del camión y jugué a ser un peatón durante un par de calles. Es cansado. Caminé hasta esta banca. Ahora me dan ganas de jugar a ser un perro, aunque la carpeta con los seguros de gastos médicos de mis clientes me recuerda claramente que con la vida de las otras personas no se juega. Ya será en otra ocasión.

domingo, septiembre 06, 2009

trescero.--

david chávez


Apenas tenía un par de días en la nueva casa. Faltaban algunos muebles y un poco de compañía para que estuviera completa, pero me sentía cómodo. Así que salí a buscar una botella de mezcal a la vinatería para beber un poco mientras veía el partido de futbol que habían estado anunciando por todas partes. Pensé que sería como una forma de celebrar algo, lo que fuera. Había una llovizna ligera. Pregunté a la primera persona con la que me crucé en la calle dónde vendían licores. Llegue a la esquina, dé vuelta a la derecha y camine tres cuadras, en la esquina está el negocio; si no, puede dar vuelta a la izquierda después de esas tres calles y ahí hay otro, me dijo. Le agradecí y saqué un cigarrillo que encendí debajo de la marquesina de un restaurante. El humo del tabaco se mezcló con el de un filete de res a la plancha.

La llovizna arreció hasta convertirse en lluvia que seis cigarrillos después desapareció como el agua por las coladeras de la calle y las bachichas que había arrojado al pavimento húmedo. Caminé por el rumbo que me habían indicado. No encontré el local. Caminé una cuadra más y nada. Decidí regresar. Podía volver a llover y el abrigo impermeable no lo era tanto. Caminé un par de calles y me detuve en una esquina a fumar nuevamente. Un acomodador de autos pasó a mi lado escuchando el audio de la transmisión del encuentro. Iba con prisa. Intenté seguirlo como si quisiera recuperar la mirada que le dejé sobre los hombros. Tal vez por eso se detuvo en la esquina, como si algo le pesara. Se sacudió el cabello y siguió caminando hasta doblar a la derecha en el siguiente cruce. Cuando llegué no vi rastro de él.

Quizá se había refugiado de la lluvia que caía otra vez, como yo lo hice a la entrada de un restaurante clausurado y abandonado.

Avancé cuando briseaba un poco. Algunas calles comenzaron a serme familiares. Había llegado a mi nuevo barrio. Me detuve en un puesto de tacos y pedí tres: dos de suadero y uno de tripa, con todo. Déme un refresco también. Veintiocho pesos después entré a una tienda donde varios tipos veían el partido de futbol. Compré pastillas para el aliento y una cajetilla de cigarros. Encendí otro afuera para unirme a ellos en silencio cómplice.

Mal, mal, mal que están jugando, dijo uno. Espérate pues, apenas van treinta minutos, mira, mira mira te dije, ¡uy! casi la meten te dije, no mames, por poquito. Varias personas que pasaban por el lugar se quedaban unos instantes a ver el marcador y seguían su rumbo. Algunos acomodadores de autos y vigilantes de la zona llegaron después a ver la transmisión y a fumar los cigarrillos sueltos que don Chuy, como saludaban al propietario, vendía a dos pesos. Y luego me miraban, como intentando reconocer si no era yo otra persona, otro vecino del barrio. Sólo sonreían y seguían mirándome, como aprobando mi presencia, dándome la bienvenida en cada fumada que dábamos al cigarrillo, en cada exhalación y humo que se mezclaban arriba en el aire.

Al minuto treinta y cinco llegó otro sujeto. Todos lo miraron brevemente, sin reconocerlo, y siguieron con la atención puesta en el televisor. Tras una amonestación que interrumpió el partido me pidió un cigarro. Gracias, dijo. Está cabrón, dijo. Sí, un poco, le respondí pensando en que se refería al juego. Apenas es seis y ya me chingué el dinero de la quincena, agregó. Ei, pinche dinero se va como agua, le dije sin dejar de mirar la televisión. Como esta pinche agua hija de la chingada que parece que no se va a quitar... Pa' mí que va a durar hasta mañana. Ojalá que no, dije, y seguí fumando. Pinche cigarrito, se antoja una cervecita para acompañarlo, ¿no, amigo?, volvió a decirme. Pues sí, estaría bien, dije. Y mire, no traigo un centavo, pero la verdad es que no le quiero pedir prestado y me ofendería si me invita una cerveza, dijo. Puta madre, casi la meten, dijo otra vez.

Sus palabras resbalaron como gotas frías por mi espalda. Amigo, el partido está muy bueno y no lo quiero molestar. Me hacen falta los centavos. ¿Me regala otro cigarrito? Eso sí se lo acepto. Le extendí el paquete y sacó uno que encendió cubriéndose la cara. Sin duda no quería que lo reconociera. Aquí tiene, mi amigo. Muchas gracias, es usted muy amable. Ya falta poco para que termine el medio tiempo, ¿verdad? ¿como cuántos minutos? Cinco, contesté nervioso. Definitivamente era un asaltante. Un asaltante tranquilo, sin prisa, que se daba su tiempo, tal vez disfrutando mi pinche miedo... y mis cigarrillos.

Pinche cigarrito, se antoja una cervecita para acompañarlo, ¿no, amigo?, volvió a decirme. Y con la cerveza fácil entran unos taquitos, ¿a poco no, amigo? Asentí con la cabeza mientras le decía: así es, y la quijada me tembló lo que duró el pitazo del árbitro indicando el fin del primer tiempo. Venga amigo, acompáñeme. Sabía que si me resistía podría ponerse violento, o quizá atacarme, atacarnos a todo. No sabía si el hombre estaba armado. Ni siquiera le había visto la cara. Lo acompañé. ¿Ya probó estos tacos, amigo?, me dijo. Déme nueve, pidió. No vi cuando terminó de comérselos. Setenta y cinco con el refresco, dijo el taquero. Pagué la cuenta y escuché que el hombre me decía, venga, amigo, por acá.

Lo seguí. No era muy alto ni muy bajo. Estaba vestido con un saco viejo, mojado por la lluvia, y los pantalones de mezclilla sucios le cubrían unos zapatos con los tacones gastados. Tenía el cabello largo y lleno de mugre y su andar era cansino pero vigoroso. Debía tener al menos cuarenta y tres años y de ellos casi diez bebiendo y fumando, por la voz. Entramos a una tienda de autoservicio y caminó hasta el pasillo. Escogió una botella de mezcal y dos de tequila. Luego regresamos a la caja y pagué.


Caminamos un par de calles más y nos detuvimos en la esquina. Espéreme aquí, amigo. Entró y salió pasados un par de minutos. Venga, vámonos. No debe tardar en llover otra vez, dijo, y lo seguí apresuradamente. Caminaba más rápido. Parecía tener las manos ocupadas en algo. Ya no braceaba como antes, ni se veía tan lento. Déme otro cigarro, con esto compraremos más ahorita que lleguemos a la otra tienda, me dijo. Tomó la caja de cigarrillos y sacó uno. Se lo encendí. Antes de apagar el encendedor pude ver un fajo de billetes de distintas cifras. Y vi también la pistola.

No se asuste, amigo, es para defenderme de los ladrones y los asaltantes, dijo, y se echó a reír. Sonreí. Venga, vamos a la tiendita esa donde estábamos viendo el futbol. Una patrulla pasó por un costado de nosotros, como acompañándonos. Buenas noches, saludaron. El tipo les contestó el saludo, ellos sonrieron y le pidieron cigarros. No traigo, pero mi amigo sí, ¿verdad? Y les extendí la caja. Agradecieron y arrancaron. Son mis amigos, me dijo, y sonrió para dejarme ver que le faltaban un par de dientes. Venga, vamos. No tarda en comenzar a llover. Llegamos nuevamente a la tienda donde estaba la televisión. La misma gente seguía en el lugar. El tipo me pidió otro cigarrillo, y otro y otro, hasta que se terminaron. Tenga, me dijo mientras metía un billete en uno de los bolsillos de mi impermeable. Compre más. Y una cerveza. O dos, si usted quiere. Obedecí.

Seguimos fumando y bebiendo cervezas hasta que se terminó el partido. El equipo local, al que apoyábamos todos, había vencido a su rival tres por cero. Comenzó a llover otra vez. Amigo, fue un gustazo conocerlo, me dijo. No volteé, no me busque la cara. ¿Pa' qué? Mejor quédese con esa buena impresión de mí, susurró mientras el resto de los que estaban ahí comentaba el final y hacía algunas compras que no hicieron por ver el partido. ¿Le quedan cigarros? Cuatro, le dije. Tenga, cómprese otros mañana. Déme chance de irme tranquilito, ¿estamos? Está lloviendo. No se moje. Espere al menos a que se calme un poco el agua. Cuídese mucho, y tenga cuidado con los ladrones y los asaltantes, me dijo mientras me palmeaba la espalda y comenzaba a reírse. El jajajeo se desvaneció con el agua, como mis temores. Entré a la tienda, saqué un litro de leche fría del refrigerador y abrí mi cartera. Estaba vacía, sin un peso. Busqué en mis bolsillos y a duras penas completé con monedas el importe. Primer asaltante que me hace gastar mi dinero en sus antojos, pensé.

Volví a casa dándole tragos enormes a la botella de leche mientras escuchaba en mi cabeza la risa de aquel hombre salido de la nada, de entre la lluvia. Antes de llegar a casa me detuve frente a una ventana. Dejé la botella por un minuto, mientras bajaba mi cierre para mear. Trescero, me dije, y el eco y la imagen del tipo se escurrían de mi mente como el agua que expulsaban mi cuerpo y las nubes, seguramente más negras a esa hora de la noche.



Ciudad de México, 6 de septiembre de 2009.