sábado, febrero 16, 2013

El perico “Güero” (†)

david chávez


murió. tenía 32 años con nosotros. Mis padres cuentan que “Rocky”, un pastor alemán que murió también años atrás, por más que le gustaba la vida, por más que le encantaba tomar el fresco en el pasillo de la casa, lo atrapó en el patio. Nunca supe quién lo bautizó como “El Güero”. Venía con una parvada de pericos que llegó a tomarse un descanso en el guayabo que crecía atrás, en el patio de la casa.

Junto con otros, bajó a darse un baño, a beber un poco de agua en el charco que se forma en una pequeña depresión en el tercer tramo del minihuerto cuando el agua se derrama por horas. Ahí lo atrapó el perro.

Del escándalo, tuvo que salir mi padre a ver lo que pasaba y rescató al perico. Vivió un tiempo con nosotros, y luego se mudó a casa de mi abuela paterna, donde aprendió a hablar. Decía “güero” y otras palabras que quedaron sepultas en mi infancia, como los trinos de los periquillos australianos que ya no resuenan en ese pasillo.

Estaba en una jaula grande, junto a la pared, a la entrada de la cocina, entre la cochera, la salita y el comedor. Le encantaba comer cacahuates, bolillo, tostadas y fruta. Cuando nuestra abuela murió “El Güero” se mudó a casa de una de mis tías. Ahí aprendió a decir “Socorro” –el nombre de mi tía- y “cotorro”.

Pasó otra temporada allá, hasta que mi tío enfermó y el perico regresó a nuestra casa, hace casi 8 años. Acá aprendió a imitar la risa de mi hermano menor, la de mi madre, silbaba las canciones que mi padre cantaba y armaba un revuelo cuando me escuchaba llegar. Nunca dejó que lo acariciara. De todos en la casa, fui el único al que no se le subió al hombro. Supongo que así se cobró tanta chingaderas que le hice cuando vivía con mi abuela y yo llegaba a molestarlo, a probar su equilibrio moviéndole el palito que le servía de sostén.

Lo voy a extrañar. El hueco que dejará su jaula, ubicada precisamente en el pasillo de la casa, justo a la entrada de la cocina, mirando hacia el comedor, va a ser difícil de llenar. O quizá sea irremplazable. Por más suspiros y miradas que le dediquemos a ese espacio reemplazaremos su compañía. Porque hay mascotas que siempre van a estar ahí, revoloteando en nuestros recuerdos, ladrándonos en el corazón. Vuela lejos, "Güero".



El amor nos dio cocodrilos: cuentos que no se escaman


David Chávez

Como un reptil, este libro se fue gestando de a poco. Alimentándose de lecturas, correcciones, erratas, incertidumbres. Y más correcciones, más lecturas, hasta alcanzar la talla adecuada. Desciende dinosáuricamente –por lo distante- de la tradición clásica del cuento instalada por Poe, coquetea descaradamente con la propuesta cortaziana de la narración hasta parir el suspenso, los escenarios y a personajes hermanados a aquellos producidos por la imaginación rulfiana de Amparo Dávila.

En el cuento que da nombre al libro encontramos una pieza que combina lo mismo la ternura que el desamor, el  anhelo con la incertidumbre. Pero en sí, el texto es un replanteamiento rotundo de las convenciones sociales. Dudas que reflejan el carácter de ambos personajes, cada uno más ensimismado que el otro conforme el relato avanza. Parten de sí mismos (“El aborto de Zam sucedió en los años de la preparatoria. Ella me ocultó que el bebé era mío […]. Nos distanciamos un tiempo, ella lo pidió”) y tres años después se rencuentran, tan solo para comenzar a separarse totalmente, para perderse cada quien en su vida, sus deseos, sus anhelos.

Como en el nido, los reptiles se gestan cada uno en su huevo. Los protagonistas de “El amor nos dio cocodrilos” rompen el cascarón tan solo para encontrarse contenidos en otro. Con una libertad utópica, con pasiones que encadenan, con deseos que esclavizan. Por eso Zam sufre quiroguianamente. Por eso quien relata la historia busca en sí una forma de lograr que las derrotas se conviertan en victorias, bajo el riesgo de no poder volver de sí mismo.

Tal vez “El amor nos dio cocodrilos” es la suma de soluciones que conducen al despeñadero, cuando el despeñadero es la única y última de las posibilidades. Destruirse todo por dentro y re-comenzar… o no.
El poder para reinventarse también se encuentra en los cuentos de Joel Flores. La apuesta que hace en “Niño superhéroe” no es otra cosa que la reconstrucción de una realidad de por sí distorsionada, cambiante, multifacética como lo es el mundo infantil. Si ya los temores y resquebrajamientos de la psique fueron tratados en el cuento anterior, en este se establece una cierta frecuencia, una tonalidad que va a conservarse a lo largo del libro y que le da unidad a los cuentos: los cambios sutiles que alteran la escena al final. Son pequeños detalles, menciones que cobran sentido para armar al texto, como escamas en el cuerpo del cocodrilo.

Esos cambios le protegen. Y el “Niño superhéroe” afronta los peligros que todo cuento debe vencer, como las acciones que un chico de seis años –por su físico- no lograría concretar. Noquea, eso sí, como un batazo a la nuca, el encuentro de historia. La conjunción de detalles pareciera un descuido, pero su progresión se detiene a tiempo. “¿En qué pudimos haber fallado en nuestra misión?”, se pregunta, y esa misma interrogante desafía al lector.  

“Héctor Foley”, por su parte, es el encargado de recoger las preguntas que el cuento anterior deja y construye otras. El cuento es en sí un hilo de Ariadna que nos salva de la interiorización –otra vez- del personaje. Héctor Foley podría ser el Niño superhéroe. Héctor Foley podría ser quien ama a Zam. Pero su historia es otra aunque resume las dos anteriores en la idea de venganza, en la reformulación de los recuerdos, en los cuestionamientos sociales.

El cuento puede leerse de, al menos, dos formas: seguir la línea de los cuestionamientos que el personaje se hace o bien a la manera tradicional. Sin embargo, existe una tercera que es la propuesta vertiginosa que el autor nos propone: leer ambas, de corrido, sin detenerse, sin cuestionarse nada. Ser cómplice del personaje.

Pero esa alternativa podría resultar cansada para el lector y Joel lo sabe. Por eso, en “El visitante”, existe una especie de descanso. Cocina, como si fuera sopa y liebres asadas, un pote en el que los personajes se revelan bajtineanamente dostoievskianos. Los ambientes, los cronotopos, son retomados para colocar en ellos a personajes que se transforman en los otros. La cabaña, la nieve, la montaña, afuera la guerra, complementan la historia. El lector no está a salvo tampoco ahí.

“El extraño” es el ‘cuento bisagra’ del libro. El ‘cuento-puerta’, el ‘cuento-ventana’: nos muestra el camino que venimos siguiendo, guiados por giros y matices bien plantados como migas en el camino. Y para no perdernos debemos seguirle la pista al lector. Preferible eso a perderse como El Extraño: en un bosque “mientras la guerra terminaba”. Y al salir de “El extraño” veremos otra de las obsesiones en los personajes de El amor nos dio cocodrilos: la destrucción del amor. Ni siquiera el desamor. La destrucción del amor, el cómo todo se va jodiendo.

Joel Flores sabe, como lo dice uno de los personajes de Álvaro Enrigue, que “son mejores las historias de amor que fracasan: hay todo para que a conduzca a b y de ahí a los hijitos, pero algo se jode sin que nadie sepa bien qué fue lo que pasó”. Y así lo confirma “Cuento no apto para pulcros”, cuando declara: “Lo que aquí importa es que Lidia ha dejado de creer en nuestro amor. Y ya no la tendré más”, como si fuera un pretexto para recordarnos que en El amor nos dio cocodrilos las enfermedades, como la que padece Lilia en el texto, son también uno de los temas subyacentes, que se liberan en el momento menos pensado, a la hora más inoportuna.

Esa es la respiración del libro. Como la de los cocodrilos, que pueden estar semanas bajo el agua, acechando a su presa, a la que atacan intempestivamente.  Pero los cuentodrilos de Joel pertenecen a otra especie. Estos odian que sufran a las personas que aman. Su solución es, pues, esperar, esperar a que el otro reconozca el sacrificio, la espera, la paciencia. La vaga esperanza de que “el sufrimiento […] valdría la pena: […] eso nos hacía soportar todos los dolores y fracasos del mundo”.

Esta continuación de dolor, de fracaso, crece en “Luz óxida”. Si de entrada Joel nos propone que el amor dé cocodrilos, ¿pueden los cocodrilos dar amor?  ¿Puede lo fallido ser un éxito? ¿Puede lo exitoso ser un error? ¿Puede todo ser un error?

Y las dudas comienzan a dispararse. “Hiperbólico” insulta al lector, juega con él, se burla. El narrador mira a los ojos, le meterá un madrazo en la cara al lector. “Me lo estoy calando a ver si cae en mis mentiras, y ni cuenta se da”, dice. Y yo parafraseo: “¿Está seguro que usted es un buen lector?”.
Con ese estilo diatribesco, Ricardo Morales, el ‘Mono Richard’ va cumpliendo cabalmente el contrato de lectura que el título del cuento en que se encuentra establece con los lectores. El texto es toda una hipérbole, esa exageración que termina por concretarse en la lectura. Sin embargo, la incertidumbre persiste, el narrado continúa amenazándonos: “¿quién le asegura que esas historias son reales?”, nos advierte.

¿Es el narrador un reptil, un cocodrilo acechante? ¿Es realmente un asesino? ¿Confiaremos en él pese a que confiesa que dejará de insultarnos? “Porque estos son pedos mayores. Muy elevados”, que en general son bien resueltos en los amores que dan estos cocodrilos, en los cocodrilos que dan estos amores, en la literatura en la que, parafraseando al Mono Richard, “hay que ponerse chingón, mi lector”. Y enmendándole la plana, agregaría que uno se debe empuercar del lenguaje para hacer literatura. Como esta, la de un autor y sus textos que no se escaman.