El señor que plantó el árbol de naranjas nunca se imaginó que pudiera estar en casi toda la ciudad, al mismo tiempo, mucho menos pudo saber que ese carácter omnipresencial lo obtuvo después que todas aquellas personas a las que les regaló uno de esos cítricos no tan cítricos, sino más bien dulzones, como era su carácter, acudieron a casa de su viuda para pedirle que por favor señora, dénos tantitas de sus cenizas, mire que era un señor muy bueno y yo quiero que vea que planté las semillas de las naranjas que me regaló. Y así fue.
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