sábado, agosto 20, 2011

El Kare-kane

Davd Chávez

Dicen que las sirenas usan como jabón a cierta especie de pez. Particularmente el Kare-kane, que deshova en el Río Amarillo. Sus crías, del mismo color, parecidas a un pedernal puntiagudo, son transportadas por las corrientes marítimas hasta llegar al Pacífico. Luego cruza el Canal de Panamá por entre buques y cargueros y llega al Atlántico, al Mar de los Sargazos. Ahí se alimenta, crece hasta que su piel pinta tres líneas que apunta hacia sus ojos, y se reproduce, generalmente entre abril y mayo, cuando tritones enviados por Neptuno colectan cardúmenes.

Ellas pisciformemente se dejan remorear por los Kare-kanes al caer la tarde, para que el sol tinte sus cabellos. Ellos les mordisquean cariñosamente los pezones y ellas ríen, se sonrojan. Luego, el Kare-kane mira fijamente a la sirena, como si quisiera enamorarla y comienza a emitir una tonada en determinada frecuencia hasta agonizar y si algún perro llegara a escucharla ladraría, encantado de contento. La melodía entonces paraliza a la sirena y restira su piel. Ellas besan al Kare-kane para infundirle un poco de vida: es necesario llevarlo al agua dulce, a un río, a una poza, a un charco. La carne de los Kare-kane muertos se transforma en arena y su esqueleto de oro es ocupado como peine por ellas.

Aquellos que han atrapado un Kare-kane los encierran en una bola de cristal para lavarse el cuerpo, el alma, los ojos con los restos del pez muerto. Dicen que quita el mal de ojo. Que elimina las bacterias. Que deshace las arrugas. Que su perfume supera a una caricia. Que luego del baño se terminan las penas y el mal de amores y que quien consume dos espinas de su esqueleto puede vivir sin comer durante cuatro años. Pero es sumamente adictivo. Tanto como la belleza, como el canto, como la mirada profunda, océanica de una sirena.