viernes, marzo 30, 2007

Ella tarareaba no sé qué canción...

david chávez

"Aquí tienes las llaves de mi alma / puedes entrar a la hora que tú quieras..." canta ella en la recámara, envuelta en la sábana balnca y delgada que deja traslúcidos sus pezones y yo, con una sonrisa irónica que alcanzo a ver en el espejo, al terminar de rasurarme, sólo atino a tocarme un poco la llave de su cuerpo, segura debajo de la bata de baño que traigo puesta.

miércoles, marzo 14, 2007

mala mañana

david chávez

Amanezco con el día roto y sus pedazos me hieren los ojos. Así de rutilante siento el ímpetu que me mueve a levantarme de la cama y dejarte en ella, dormitando. Carajo. Suena el teléfono y antes de que el repiqueteo te provoque esa oleada de preguntas mañaneras que me haces sin piedad, tan aguijoneantes como los retazos de luz que se cuelan por entre los lentes negros y mis ojos, contesto. “Vaya usted a la chingada y déjeme dormir”, esgrimo sin saber de quién o qué era lo que quería la voz del otro lado de la línea.

Después de una meada dejavúyesca retiro los lentes de mi cara y lavo la grasa que se acumuló en mi rostro durante la noche. Jamás me ha gustado traer a cara sucia, ni ver esas pelotescas sonrisas que traen como incrustadas los niños pequeños, embarrados de dulce, caramelo, de mocos. “Definitivamente algo debe estarme chingando”, digo para mí, y dejo el tubo del dentífrico abierta, a manera de venganza por seguir dormida, para que cuando te levantes te super emputes.

Abro el refrigerador y sólo observo su contenido. Al cerrarlo miro la foto que pegaste hace cinco meses, tú y yo en una pose cursi, cursi, tan cursi que sólo me río y me pongo de nuevo los lentes. “¿Dónde dejé los putos cigarros?”, me interrogo y camino hacia la sala. Están en el marco de la ventana que se ha quedado abierta. “Mierda, ojalá el puto gato no se haya metido”. Enciendo un cigarrillo y el humo se cuela a la otra recámara a la que bautizaste como “el estudio”.

Me rasco las nalgas. Siento frío en los pies y entro a la habitación. Enciendo la computadora e ipsofactamente suena el pinche teléfono celular. “Rayo, marqué hace unos minutos, ¿terminaste ya el artículo que te envíe por meil?”. Es Armando. “Sí, sólo falta darle estilo; ya está redactado y corregido. Carajo, ¿cuál es tu puta prisa?”.

Sé que no debo hablarle así porque es el jefe pero el cabrón lo tiene merecido. No son horas de marcar a casa. Abro el documento. Comienzo a redactar. En el monitor parpadea el cursor y no hay nada más en la hoja en blanco virtual. “Hoja en blanco mis güevos”, tecleo con desgano. Me levanto por una cerveza. Al regresar escribo que la hipocresía es un mal necesario, una especie de parásito dentro de un parásito que es el portador de ese mal; que ha salvado a la humanidad de tantas guerras, de tanta sangre que pudo haberse derramado, que es parte del odio, otro agente patógeno que contamina hasta al más leal de los leales, al más trabajador de los trabajadores y pendejadas por el estilo hasta que caí en la retórica y mayéutica cuenta de que el artículito estaba saliendo por sí solo y que a final de cuentas lo que me traía dando vueltas en la cama no eras tú, sino el cansancio y el hartazgo de tanto imbécil indeciso con quien trabajo.

Desde mi mail le envío el trabajo a Armando. Luego comienzo a escribir “Es en este preciso instante en que me doy cuenta de que hay una especie de vacío a mi alrededor. Quizás sea yo quien velada, discreta y a la vez escandalosamente me diga “no, esto no es así, esto no es así”. Me explico. Resulta que a mi derecha hay un hombre sentado. Lee varias cifras de lo que probablemente sea parte de su trabajo. Manipula una pequeña calculadora y presiona con los dedos de la mano derecha las teclas que parecen escabullirse como hormigas que escapan a no-sé-qué cosa. Ahí está. Sorbe de vez en vez el café que desde hace media hora le trajo la mesera. Trabaja, el hombre de la derecha trabaja -no se si es una divina coincidencia (la izquierda depositaria de lo malo y la diestra simbolizando todo lo bueno)-, y esa bebida son sus efímeros descansos. Suspiro. El hombre que está sentado... (---fin del relato---)”.

Moderno caso de plagio II

david chávez

Releyendo la obra de Borges me di cuenta que tal erudición no era posible reunirla en una sola persona... fue en su cuento, El Aleph, que descubrí su secreto: en la “
pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor (...) de dos o tres centímetros (...)” donde vio “un ejemplar de la primera versión inglesa de Plinio”, también vio sus textos. Lo suyo, su obra, fue pura transcripción.

toc, toc, toc, toc, toc (primer episodio)

david chávez

Golpetea el lápiz sobre el escritorio. El ventilador gira espasmódicamente. Toc toc toc toc toc. Habla, murmura, farfulla. No entiendo lo que dice. Mesa su cabello duro, engomado, hasta desprender pequeñas bolitas que flotan en el aire. Golpea con el puño cerrado su escritorio. Lo deja ahí. Parece furioso. Retira la mano del escritorio, la lleva al auricular, lo cambia a su oreja derecha. Observa el teléfono.

Abre el cajón, saca una cajetilla de cigarros. No puede controlar su mano izquiera. Recarga el auricular en su hombro y utilza las dos manos. Enciende el cigarro con el encendedor que está en el bosillo de su saco gris. Exhala el humo con violencia hacía mi. Carraspeo un poco y sigo mirándolo.

Tienes que matarla, pendejo, tienes que matarla, escucho que dice con un susurro contenido en los dientes apretados en su boca. Como sea, acaba con ella. No podemos dejar que nos siga metiendo en problemas. ¿Sabes lo que pasará si la prensa se entera que las tres colecciones de esos artistas están en mi casa? Ese escándalo nos arruinaría. Piénsalo buen, cabrón. No quiero que nos lleve la chingada.

El humo llega hasta mi. En pocos minutos me acostumbro al olor. Camino nerviosamente para no alterarlo más. Es mucho lo que nos debe, es demasiado dinero. No. No la despidas. Eres un pendejo. ¿Para qué, de qué nos serviría? Esa pinche vieja abrirá la boca. Sí, a pesar de que diga que no. Tienes que matarla. Sí, hazlo como quieras. La colección de piezas no va a volver al museo, entregarlas sería aceptar que yo las tenía. No, no las robé. Son mías, son un regalo. El mismo director del museo las trajo a casa. No. Nadie sospecha. Tienes que matar a esa pinche vieja pendeja, cabrón. Abrirá la boca, estoy seguro.

Me acerco al cristal de la ventana. El sol en el horizonte desciende lentamente. El ventilador sigue girando. Rac rac rac rac, rac rac rac rac. Ahora oprime con suma precisión el filtro del cigarro hasta aplastarlo. Lo lleva a su boca. Inhala. Arroja de nuevo el humo hacia donde estoy. deja a un lado del teléfono, junto a la agenda, el lápiz. Toma el periódico, lee los cabezales. Lee que la dirección del museo está a cargo de un hombre, no de una mujer.

No voy a pagar eso. No es lo convenido. El trato era que ella sacaría las esculturas y las pinturas del museo, te las daría a ti y yo les encontraría clientes. Si esa imbécil gastó el dinero en sus viajes a Japón, en sus cursos idiotas de hojalatería, de cómo pintar con brocha gorda es su problema. Le dije que jamás hiciera eso y no me escuchó. Sí, la auditoría fue por eso. Mucho dinero moviéndose, ¿qué necesidad había? Es su problema. Si perdió el empleo es su problema. Mátala antes de que venga a chillarme como una puta. Así no tendremos problemas. Ya veremos cómo nos arreglamos con el nuevo.

Avanzo un poco hacia el escritorio. Dudo. Acercarme más sería provocar su furia. Decido deambular un poco por la oficina. Está todo cerrado. El humo se queda en el techo, inmóvil. Yo estoy inquieto. Mira a todos lados. Frunce el entrecejo. Algo le dicen del otro lado de la línea telefónica que lo hace enfurecer más todavía.

Abre de nuevo el cajón. Saca un cenicero. Aplasta en él el cigarro a medio consumir. ¡Entonces házle como quieras, carajo!, ¡yo no te voy a pagar un puto peso, es tu problema!, ¡deshazte de esa perra, te digo! Raz. Colgó. Enmudezco. Se levanta del sillón. Sus manos van de nuevo al cabello, a la barbilla, a pensar. La suela de sus zapatos lustrados roza la alfombra. Rasp, rasp, rasp, rasp se escucha en silencio, en un ir y venir de preocupación.

Mira de nuevo el periódico. Pinche vieja, exclama. Pinche y mil veces puta. Ahora nos has metido en un buen problema, idiota. Se quita el saco. Lo coloca sobre el respaldo del sillón. De nuevo tiene un cigarro en sus manos. Lo enciende. Lo fuma. ¡Perra, si yo caigo tú caerás conmigo! Frac. Azota la palma abierta de su mano el escritorio. ¡Y tú, carajo, deja de estar chingando!, me grita.

Azorrillada, busco refugio en las paredes de la oficina. No encuentro nada. Él toma el periódico.

ebrio II

david chávez

Las palabras al ser leídas se descorchan y su contenido entra, embriagador, por el oído. Ya se han reportado al menos un caso de delirium tremens de alguien que leyó más de cinco libros uno después de otro.

Las vasventas

davi chávez

Las mujeres vasventas habitan el sur de las islas ZaHui, ubicadas en el punto medio entre el Pacífico mexicano y Asia, siguiendo la ruta que los mercaderes de ese continente establecieron con América septentrional. Una de cosas que las particulariza, según se cree, es el uso de faldones crinolizados que fabrican con hebras obtenidas de palapas y otras plantas costeras, las cuales recogen bajo los rayos del sol –además de su tamaño pigméico-.

Ellas y su isla seguirían en el anonimato si no es porque meses atrás se descubrió que el agujero de la capa de ozono se detuvo de manera extraña sobre el pequeño archipiélago, a donde se envió una expedición, cuyo único sobreviviente (la temperatura era tal en esa parte del planeta que sus compañeros murieron algunos insolados) consiguió que una de ellas lo acompañara.

Muchas le gritaban en un idioma desconocido para que se alejara de la isla, hasta que una se arrojó al agua y se aferró a él, apuntando la dirección que debía tomar para salvarlos a ambos luego de nadar hasta el barco. Ya en tierra, resultó que la piel de las vasventas tiene un grosor inaudito.

Se ha determinado que el brillo de la piel y su aspecto plástico se debe a los constantes collares de madreperla y nácar que penden de sus cuellos y que segregan, microscópicamente, cantidades de 19-73, sustancia descubierta por Madame Alexander Fornijká en la bahía del Golfo de Cortés, Baja California Sur, México, en 2011.

La nieta de la investigadora Fornijká, Madelaine, nos explicó el extraño saludo que se prodigan las aborígenes del Pacífico medio: consta en llevar la palma de la mano izquierda a la cara de quien se saluda, colocando los dedos meñique, anular y medio en la frente del interlocutor, mientras con el índice y el pulgar se le pellizca ligeramente la nariz.

Hummer: para el niño que todos llevamos dentro

david chávez


PERSONAJES:

Un niño, un señor y una voz en off.

ABRE A:

La cámara hace una toma en picada. Se escucha la voz de un niño dando instrucciones: “hay que hacer el puente más largo; el asfalto no se ha terminado de poner…”.

NIÑO 1: Tiene entre 11 y 12 años. De tez clara. Viste normal, como de esos niños que están de vacaciones.

CORTE A:

La cámara hace un acercamiento hacia lo que está construyendo: una carretera en lo que parece ser un lote baldío o un patio trasero grande.

CORTE A:

La cámara hace un paneo. Se ve lodo, agua, pedacera de madera, piedras, pasto, algunos monitos de juguete, arena, como una pista de rally.

CORTE A:

Acercamiento a los carritos del niño. Entre ellos hay un Hummer.

CORTE A:

La cámara hace un acercamiento de frente al niño, que está en cuclillas.

“Listo”, dice.

CORTE A:

La cámara hace un acercamiento a la cara del niño, quien dice:

“Ok, veremos quién llega primero”, mientras se limpia el lodo de las manos en el pantalón de mezclilla y toma el Hummer y otro carrito.

CORTE A:

SONIDO DEL NIÑO IMITANDO LOS MOTORES DE LOS CARROS

Close up de las manos del niño tomando los carritos.

CORTE A:

SONIDO DEL NIÑO IMITANDO LOS MOTORES DE LOS CARROS

Zoom in a los carritos de frente, corriendo por la pista que hizo el niño. Close up a una de las figuras pequeñas que puso como espectadores a la orilla de la carretera que construyó.

CORTE A:

SONIDO DEL NIÑO IMITANDO LOS MOTORES DE LOS CARROS QUEDA DE FONDO

Cámara fija. Toma general del niño jugando carreras con los carritos.

CORTE A:

SONIDO DEL NIÑO IMITANDO LOS MOTORES DE LOS CARROS

Close up de los carritos con las manos del niño. El Hummer va ganando.

CORTE A:

SONIDO DEL NIÑO IMITANDO LOS MOTORES DE LOS CARROS

INT. DEL HUMMER. VOLANTE, ESTÉREO, ASIENTOS DELANTEROS Y TRASEROS, PALANCA DE VELOCIDADES.

CORTE A:

SONIDO DEL NIÑO IMITANDO LOS MOTORES DE LOS CARROS

El niño hace que el Hummer se salga del camino. La cámara sigue su mano. El carrito corta camino por una ruta más difícil todavía que la que hizo. Deja el otro carrito en el camino. El Hummer sigue avanzando.

CORTE A:

SONIDO DEL NIÑO IMITANDO LOS MOTORES DE LOS CARROS

Close up del Hummer al llegar a la meta. Está enlodado. Close up a los tenis o zapatos del niño.

CORTE A:

EXT. CALLE. DÍA

CALLE TRANSITADA

Close up a los tenis o zapatos del mismo modelo que los del niño. Pertenecen a un señor de entre 35 y 45 años. Tild-up al señor, la cámara se detiene en su cara: trae gorra, lentes oscuros y se parece al niño. Sonríe.

CORTE A:

Toma del señor subiéndose al Hummer. Lo enciende y arranca. La cámara está fija mientras el Hummer se aleja. Hace un paneo hasta llegar a una vitrina donde hay televisiones en las que se transmite:

La cámara hace una toma en picada. Se escucha la voz de un niño dando instrucciones: “hay que hacer el puente más largo; el asfalto no se ha terminado de poner…”.

NIÑO 1: Tiene entre 11 y 12 años. De tez clara. Viste normal, como de esos niños que están de vacaciones.

CORTE A:

La cámara hace un acercamiento hacia lo que está construyendo: una carretera en lo que parece ser un lote baldío o un patio trasero grande.

CORTE A:

La cámara hace un paneo. Se ve lodo, agua, pedacera de madera, piedras, pasto, algunos monitos de juguete, arena, como una pista de rally.

CORTE A:

Acercamiento a los carritos del niño. Entre ellos hay un Hummer.

CORTE A:

La cámara hace un acercamiento de frente al niño, que está en cuclillas.

“Listo”, dice.

CORTE A:

La cámara hace un acercamiento a la cara del niño, quien dice:

“Ok, veremos quién llega primero”, mientras se limpia el lodo de las manos en el pantalón de mezclilla y toma el Hummer y otro carrito.

CORTE A:

Cross a negros. Aparece en las televisiones una frase escrita en letras blancas sobre fondo negro que dice: “¿Qué tan reales son tus sueños?” seguida de otra que dice: “Hummer: para el niño que todos llevamos dentro.” Y que lee una voz en off.

FIN

viernes, marzo 09, 2007

Lo terrible es que algo haga falta

david chávez

-- Lo terrible no es que tiemble, sino que no haya nadie ahí, a un lado, para decirle o decirte ay cabrón, qué culero se movió el suelo.
Así le dije a Norma y ella continuó con mi idea.
--Lo que nos asusta no es que la tierra se sacuda, sino que tenemos nuestros intereses puestos en el estéreo, en la casa, en la televisión y el dvd, en esas cosas que nos costaron muy caras y que no queremos que se rompan.
Respondí que sí y encendí un cigarro.
--Creo que lo que nos preocupa después de un temblor tan fuerte es si Fulano o Zutano se encuentran bien.
--¿Y quiénes son Fulano o Zutano? interrogó mientras ella también encendía un cigarro.
--Fulano y Zutano son esos amigos con los que estuviste unos minutos antes del temblor; tus padres, tus hermanos, tu familia, esos a los que quieres, esos a los que ibas a ver pero que por culpa del temblor quién sabe a dónde chingados se habrán largado.
--Entonces es más preocupante el compromiso que se hizo antes, durante y después del temblor- ajustó.
--Sí, en cierta forma sí- acepté.
--¿Siempre? Se dirige a mí al tiempo que mira los autos que pasan frente a nosotros y se lleva la taza de café a la boca para darle un trago largo que me deja en suspenso.
--¿Siempre es necesario que nos pasen cosas tan fuertes a todos, a la misma hora, estemos con quien estemos, para darnos cuenta de eso, para que miremos alrededor y digamos, qué chido, estoy con Fulano, estoy con Zutano?
--La mayoría de los que gritaron fue porque no estaban con aquellos a los que querían, o en su lugar favorito, o haciendo lo que les gusta hacer - contesté, y no supe si certeramente.
Nos quedamos callados. Desde el portal Medellín, sentados, podíamos contemplar las cúpulas ligeramente inclinadas de catedral a causa del temblor, mientras la gente seguía ocupada con lo suyo.
--Pinche Norma, tú sí gritaste. Casi llorabas... ¿por qué?
--¿Y por qué no?, me contestó con un tono a la ofensiva.
--No lo sé. ¿Por qué tú?
--Todo mundo tiene derecho a llorar y lo aplica cuando quiere, ¿no es cierto? - dijo ella, nerviosa. Ya sé hacia dónde vas Sergio, y si quieres saber si pensé que iba a morir sí, lo hice.
Inhalé más humo del cigarro. Comenzaba a ponerme nervioso. Norma se hacía pasar por una mujer fuerte, pero en realidad había muchos factores que la hacían permanecer así, inestable, como esos decaedros o pelotas de plástico con agujeros de diversas geometrías por donde los niños pequeños deben meter las piezas. Así es Norma. Y cuando una de esas piezas entra, algo en ella cambia y entonces suelta sus lágrimas, se caga de risa, se enoja o simplemente se enamora. Nunca supe qué tipo de pieza había sido yo, pero era claro que ya estaba fuera.
Ahora, a cuatro años del temblor, cuando la llamé para vernos y hablar al respecto ella, con sus aires de fuerza, con su madurez a cuestas, llegó y me saludó agradeciéndome la invitación y el haber estado con ella cuando el sismo. Fue terrible, dijo al sentarse. Y yo contesté lo que al principio.
--Y si vas a preguntarme también por qué temí morirme, te diré que fue porque... porque no lo sé.
Siguió hablando. La interrumpí para cuestionarle si era porque el miedo a morir se aparece cuando la muerte es probable y no hemos terminado de cumplir nuestra misión cuando estamos vivos.
--Podría ser – respondió moqueando. Apagó el cigarro. Hice lo mismo y encendí otro. Tenía que controlarme.
--Podría ser - repitió.
--Podría ser - secundé.
--Es que no hemos terminado lo que debemos hacer, no estamos con los que queremos ni en nuestro lugar favorito... no podemos escoger nuestra muerte, dijo.
--¿Miedo a morir con extraños? – deslicé.
--Puede ser. Pero es terrible esa sensación...
Cuando tuve el cigarro a la mitad hice memoria y recordé que cuando el sismo, un frío recorrió todo mi cuerpo. No me paralicé. No grité, no corrí, no huí, no recordé a nadie, no tuve miedo de morir. No lloré. Acaso porque desde pequeño he estado en contacto con los temblores, porque nada es mío, porque definitivamente no tengo nada que perder, excepto la memoria, las fuerzas, la imaginación o la vida, en el mejor de los casos. Por eso ya tenía todo por ganar. Sólo sentí frío y coordiné perfectamente mis movimientos. Ví el caos y eso me agradó. Para mí no fue tan terrible.
Sacudo la ceniza del cigarro en el cenicero, miro de nuevo las cúpulas de la catedral, los autos que pasan, a Norma sentada conmigo en la misma mesa donde hace un año estábamos sentados. Fija su vista en mis ojos esperando a que diga algo: bajo la mirada y la clavo en el cigarro: lo sigo hasta que llega a mis labios: inhalo y le digo a Norma, esa Norma que tanto quiero y que tanto me preocupa y que a veces odio:
--Lo terrible es que algo haga falta. ¿No crees?