martes, mayo 28, 2013

Mi deseo burocrático es...


David Chávez


yo, con mi aborrecimiento, soy capaz de taladrarle el túnel carpiano a algún funcionario o funcionaria pública como esos que ahí van, caminando, llegando tarde, con su cara de caballo, huyendo de la lluvia, sonriendo hipócritamente, checando tarjeta, sentándose y el culo se les desparrama, cobrando, gerundiamente alimentándome la ira; ignoran que el sueño, el cansancio, el tedio de todos los días les viene de toda la mierda que pienso sobre ellos, de toda la malaondez que les deseo y que se les queda en los hombros, les tuerce el cuello, les provoca tendinitis, les va dejando ciegos, jodiéndoles el escritorio.  que dios los maldiga.

lunes, mayo 06, 2013

Semáforos y banquetas


David Chávez.

Desde que retomé el andar en bicicleta, y a unos meses de regresar a México, a Colima, procuro respetar en la medida de lo posible la lógica con que operan las calles y avenidas de la ciudad, sobre todo cuando las uso, ya sea como peatón o como ciclista.

Así que de la casa a la oficina serán acaso quince semáforos, pocos más, pocos menos, en los que me detengo cuando la luz roja así lo indica.

Y a veces recuerdo los cuestionamientos, el paraquéteregresaste, aquí todo está del carajo, a la gente le vale madre, así se hacen las cosas: a este país se lo está cargando la chingada. Y románticamente me da por pensar que ante mi déficit de afectividad que se mezcla con mi complejo de mortal superhéroe regresé para cambiar mi patria, hacer algo por los demás, qué sé yo. La verdad es que volví por otras razones. Pero yo soy mi patria.

Y entonces, mucho antes de que el onanismo mental me invada como a esta aliteración, veo cómo adelante, en el siguiente semáforo, el señor de la bicicleta lecherona verde se detiene cuando la luz roja del semáforo aparece, casi al final del paso de cebra, colocándose junto al camellón para circular por Ignacio Sandoval.
Es el mismo señor al que rebaso entre las 8:45 y las 8:55 horas una cuadra atrás, entre la avenida General Núñez e Ignacio Sandoval.

Sonrío. Cualquier esfuerzo de mi parte ha valido la pena. Ahora mis detractores me dejen tranquilo.  Ahí está: ahora somos dos. Seguro me ha visto en otras ocasiones al detenerme en ese cruce de Sevilla del Río con Ignacio Sandoval, colocarme junto al camellón y esperar la luz roja para doblar a la izquierda y continuar al norte por Ignacio Sandoval hacia la oficina.

Me habrá visto. Habré servido de ejemplo. Y ambos semáforos cambian a verde. Yo avanzo, él no avanza. Espera la flecha verde. A unos metros de llegar a donde él está el semáforo nos da el pase. Él dobla a la izquierda. Yo lo sigo metros atrás. Sonrío, estoy contento. Estoy contento, carajo y cómo no estarlo si ya somos dos que respetamos la luz roja, que no cruzamos intempestivamente la avenida; que así evitamos que cualquier culero con prisa me alitere frases como esta, preferible a que me atropelle.

Y sigue avanzando. Voy detrás suyo. Sin embargo, todo se lo carga la chingada cuando él enfila y se sube a la banqueta, a la misma acera de la derecha donde estuvo a punto de atropellar a una señora que salía en ese momento a barrer la calle. Luego da vuelta hacia la derecha en la esquina y desaparece de mi vista, como mi sonrisa minutos antes.

Al carajo.

Y románticamente me da por pensar que ante mi déficit de afectividad que se mezcla con mi complejo de mortal superhéroe todo ha sido mi culpa: seguramente en alguna ocasión me haya visto hacer eso. 

Tal vez no ahora, pienso, que soy mayor.

Tal vez me vio haciendo eso cuando yo era todavía un niño, y el mundo, mi mundo, en mi patrio de juegos que soy yo y mi cabeza, no había tantos pinches autos, ni semáforos, ni gente que me echara a perder un paseo en bicicleta.