David Chávez
Como un reptil, este libro se fue gestando
de a poco. Alimentándose de lecturas, correcciones, erratas, incertidumbres. Y
más correcciones, más lecturas, hasta alcanzar la talla adecuada. Desciende
dinosáuricamente –por lo distante- de la tradición clásica del cuento instalada
por Poe, coquetea descaradamente con la propuesta cortaziana de la narración hasta
parir el suspenso, los escenarios y a personajes hermanados a aquellos
producidos por la imaginación rulfiana de Amparo Dávila.
En el cuento que da nombre al libro encontramos
una pieza que combina lo mismo la ternura que el desamor, el anhelo con la incertidumbre. Pero en sí, el
texto es un replanteamiento rotundo de las convenciones sociales. Dudas que
reflejan el carácter de ambos personajes, cada uno más ensimismado que el otro
conforme el relato avanza. Parten de sí mismos (“El aborto de Zam sucedió en
los años de la preparatoria. Ella me ocultó que el bebé era mío […]. Nos
distanciamos un tiempo, ella lo pidió”) y tres años después se rencuentran, tan
solo para comenzar a separarse totalmente, para perderse cada quien en su vida,
sus deseos, sus anhelos.
Como en el nido, los reptiles se gestan
cada uno en su huevo. Los protagonistas de “El amor nos dio cocodrilos” rompen
el cascarón tan solo para encontrarse contenidos en otro. Con una libertad
utópica, con pasiones que encadenan, con deseos que esclavizan. Por eso Zam
sufre quiroguianamente. Por eso quien relata la historia busca en sí una forma
de lograr que las derrotas se conviertan en victorias, bajo el riesgo de no
poder volver de sí mismo.
Tal vez “El amor nos dio cocodrilos” es la
suma de soluciones que conducen al despeñadero, cuando el despeñadero es la
única y última de las posibilidades. Destruirse todo por dentro y re-comenzar… o
no.
El poder para reinventarse también se
encuentra en los cuentos de Joel Flores. La apuesta que hace en “Niño
superhéroe” no es otra cosa que la reconstrucción de una realidad de por sí
distorsionada, cambiante, multifacética como lo es el mundo infantil. Si ya los
temores y resquebrajamientos de la psique fueron tratados en el cuento
anterior, en este se establece una cierta frecuencia, una tonalidad que va a
conservarse a lo largo del libro y que le da unidad a los cuentos: los cambios
sutiles que alteran la escena al final. Son pequeños detalles, menciones que
cobran sentido para armar al texto, como escamas en el cuerpo del cocodrilo.
Esos cambios le protegen. Y el “Niño
superhéroe” afronta los peligros que todo cuento debe vencer, como las acciones
que un chico de seis años –por su físico- no lograría concretar. Noquea, eso
sí, como un batazo a la nuca, el encuentro de historia. La conjunción de
detalles pareciera un descuido, pero su progresión se detiene a tiempo. “¿En
qué pudimos haber fallado en nuestra misión?”, se pregunta, y esa misma
interrogante desafía al lector.
“Héctor Foley”, por su parte, es el
encargado de recoger las preguntas que el cuento anterior deja y construye
otras. El cuento es en sí un hilo de Ariadna que nos salva de la
interiorización –otra vez- del personaje. Héctor Foley podría ser el Niño
superhéroe. Héctor Foley podría ser quien ama a Zam. Pero su historia es otra
aunque resume las dos anteriores en la idea de venganza, en la reformulación de
los recuerdos, en los cuestionamientos sociales.
El cuento puede leerse de, al menos, dos
formas: seguir la línea de los cuestionamientos que el personaje se hace o bien
a la manera tradicional. Sin embargo, existe una tercera que es la propuesta vertiginosa
que el autor nos propone: leer ambas, de corrido, sin detenerse, sin
cuestionarse nada. Ser cómplice del personaje.
Pero esa alternativa podría resultar
cansada para el lector y Joel lo sabe. Por eso, en “El visitante”, existe una
especie de descanso. Cocina, como si fuera sopa y liebres asadas, un pote en el
que los personajes se revelan bajtineanamente dostoievskianos. Los ambientes,
los cronotopos, son retomados para colocar en ellos a personajes que se transforman
en los otros. La cabaña, la nieve, la montaña, afuera la guerra, complementan
la historia. El lector no está a salvo tampoco ahí.
“El extraño” es el ‘cuento bisagra’ del
libro. El ‘cuento-puerta’, el ‘cuento-ventana’: nos muestra el camino que
venimos siguiendo, guiados por giros y matices bien plantados como migas en el
camino. Y para no perdernos debemos seguirle la pista al lector. Preferible eso
a perderse como El Extraño: en un bosque “mientras la guerra terminaba”. Y al
salir de “El extraño” veremos otra de las obsesiones en los personajes de El amor nos dio cocodrilos: la destrucción del amor. Ni siquiera el
desamor. La destrucción del amor, el cómo todo se va jodiendo.
Joel Flores sabe, como lo dice uno de los
personajes de Álvaro Enrigue, que “son mejores las historias de amor que
fracasan: hay todo para que a conduzca a b y de ahí a los hijitos, pero algo se
jode sin que nadie sepa bien qué fue lo que pasó”. Y así lo confirma “Cuento no
apto para pulcros”, cuando declara: “Lo que aquí importa es que Lidia ha dejado
de creer en nuestro amor. Y ya no la tendré más”, como si fuera un pretexto
para recordarnos que en El amor nos dio
cocodrilos las enfermedades, como la que padece Lilia en el texto, son
también uno de los temas subyacentes, que se liberan en el momento menos pensado,
a la hora más inoportuna.
Esa es la respiración del libro. Como la de
los cocodrilos, que pueden estar semanas bajo el agua, acechando a su presa, a
la que atacan intempestivamente. Pero
los cuentodrilos de Joel pertenecen a otra especie. Estos odian que sufran a
las personas que aman. Su solución es, pues, esperar, esperar a que el otro
reconozca el sacrificio, la espera, la paciencia. La vaga esperanza de que “el
sufrimiento […] valdría la pena: […] eso nos hacía soportar todos los dolores y
fracasos del mundo”.
Esta continuación de dolor, de fracaso,
crece en “Luz óxida”. Si de entrada Joel nos propone que el amor dé cocodrilos,
¿pueden los cocodrilos dar amor? ¿Puede
lo fallido ser un éxito? ¿Puede lo exitoso ser un error? ¿Puede todo ser un
error?
Y las dudas comienzan a dispararse.
“Hiperbólico” insulta al lector, juega con él, se burla. El narrador mira a los
ojos, le meterá un madrazo en la cara al lector. “Me lo estoy calando a ver si
cae en mis mentiras, y ni cuenta se da”, dice. Y yo parafraseo: “¿Está seguro
que usted es un buen lector?”.
Con ese estilo diatribesco, Ricardo
Morales, el ‘Mono Richard’ va cumpliendo cabalmente el contrato de lectura que
el título del cuento en que se encuentra establece con los lectores. El texto
es toda una hipérbole, esa exageración que termina por concretarse en la
lectura. Sin embargo, la incertidumbre persiste, el narrado continúa
amenazándonos: “¿quién le asegura que esas historias son reales?”, nos advierte.
¿Es el narrador un reptil, un cocodrilo
acechante? ¿Es realmente un asesino? ¿Confiaremos en él pese a que confiesa que
dejará de insultarnos? “Porque estos son pedos mayores. Muy elevados”, que en
general son bien resueltos en los amores que dan estos cocodrilos, en los
cocodrilos que dan estos amores, en la literatura en la que, parafraseando al
Mono Richard, “hay que ponerse chingón, mi lector”. Y enmendándole la plana,
agregaría que uno se debe empuercar del lenguaje para hacer literatura. Como
esta, la de un autor y sus textos que no se escaman.
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