miércoles, diciembre 21, 2005

La camisa azul

david chávez

Tuve que ponerme la camisa amarilla. Era tarde y no quería llegar mal presentado a la reunión con los inversionistas, por eso me detuve unos segundos, para ver que, efectivamente, no tuviera una sola arruga: desde la muerte de mi esposa ha sido mi madre quien plancha lo que visto.

Al día siguiente a la reunión, subí al auto las prendas arrugadas y, antes de dirigirme al trabajo, se las llevé a mi madre. Ella estaba en la puerta de la casa: debió escuchar el ruido del carro. Al saludarla le entregué la ropa y en su cara noté mucha más vejez para su edad. Tenía que irme pronto. De nuevo llegaría tarde. Dije adiós y salí como huyendo; gritó que todo estaría listo ese mismo día y pude manejar más tranquilo hacia el trabajo

Y regresé caminando. El auto había sufrido una descompostura. Tal vez por eso mi madre no notó cuando llegué y no pudo ocultar nada: la televisión transmitía un programa de concursos al que ella no prestaba atención, el olor a comida se escapaba por la ventana de la cocina, los vidrios estaban cansados de tanto polvo mientras la escoba descansaba tirada, cerca del baño y la vieja, con la plancha en la mano y la boca llena de agua, rociaba la camisa para humedecerla para lograr que las arrugas se borraran. La mano con que sostenía la plancha comenzaba a temblarle y el movimiento se transmitía a los hombros, llegaba al cuello y en la cara de mi madre aparecían los pliegues que antes estaban en la camisa azul.

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