miércoles, diciembre 21, 2005

Nunca serás miembro de la Iglesia de los Santos de los ya casi Últimos Días

david chávez

La hermana Flores tocó el timbre de tu casa: cocinabas bisteces y quesadillas. La música del radio te recuerda la infancia; no bajaste el volumen antes de salir a abrir. Eran miembras de la Iglesia de los Santos de los ya casi Últimos Días, un nombre demasiado largo para ofrecerlo como producto y medio para alcanzar la salvación, “válgame Dios” exclamaste para tus adentros.

“Hermana Flores”, leíste en el gafete de la morenita de ojos grandes que te ofrecía el reino de salvación.

“Armando Bonfil”, contestaste a la presentación que hizo la morena delgada ojigrande. De la otra ni el nombre recuerdas. El olor de las tortillas quemándose y de la carne que empezaba a sancocharse con la cebolla te hizo reaccionar y pedir unos momentos: entraste y apagaste el fuego de la estufa.

Accedieron (de otra forma igual te hubiera valido madre y las hubieras dejado ahí afuera: un buen bistec con cebolla frita es mucho más importante que una visita por parte de dos desconocidas, pero pediste permiso para retirarte unos momentos y apagar el fuego de la estufa, mientras, ellas –supusiste- escudriñarían la cochera) y de haberlas invitado a la sala quizá nunca te hubieras desecho de ellas y ni almorzado tranquilo.

Al regresar a la puerta de entrada, junto a la cochera, la morena preguntó a quemarropa si eras roquero.

“Escritor”, contestaste.

Un “Oh” que pareció más un pujidito sexy, excitante, escapó de labios de la hermana Flores, al parecer de incredulidad, pero lo dijiste con ese aplomo que ella te creyó, al menos eso pensaste cuando el choro mareador brotaba de los labios de la buenísima hermana Flores brotaba mientras dejabas tu vista en su ojo izquierdo, como tu padre habíate dicho que miraban las personas bien educadas, y luego lo bajabas hasta sus senos, valiéndote madre Todos Los Santos De Los Últimos Días Y Los Últimos Minutos que pudieran haberte visto.

La hermanaca hablaba sin cesar de un dios al que tú alguna vez rezaste, pero no andabas tan salido del redil como para entrar en otro mucho peor como el que la hermana pintaba así de bonito. Para restarle miedo y nervios a la religiosa aseguraste tolerancia: apareció entonces la imagen de tu padre despotricando y mentando madres contra las sectas. La otra “hermana” seguro llevaba la cuenta de las acciones: preguntas respondidas, tipo y modo de hablar, color de ojos y cuando te metiste a apagar la estufa seguro comentaba sobre de tu trasero.

Ahora lo ves tú a él. Sí, desde luego que pusiste atención a sus nalgas y llevaste tu vista a ese dorso cubierto con la playera traslúcida como las pantaletas que te habías puesto esa mañana. Esperaste. Regresó. El olor a cebolla frita te asqueaba y aún así el cuestionario sigió: esperabas una oportunidad divina de los Santos de los Últimos Días, asociación a la que entraste ya ni recordabas por qué.

La Güera embarazada hasta el sueño bostezó, dejándote su aliento en la oreja, excitándote los vellos de los brazos que se erectaron inmediatamente. Supusiste que estaban a punto de terminar el recorrido semanal y que pronto irías a casa a recordar esa cara, la sonrisa que puso cuando las saludó y dijo que era roquero. “No, rockero no: es escritor...” corregiste- y a pensar también en esas manos suyas, grasosas, que bien podrían haber llegado desde debajo de tu largo vestido hasta tus nalgas y bajar poco a poco las pantaletas traslúcidas como su playera de algodón, acariciarte los muslos y separarte las piernas.

La otra mujer dijo que iba a la tienda. Estabas desprotegida. El tipo respondía a las preguntas de si creía en la vida eterna, la resurrección y otras cosas que a ti te tenían sin cuidado, al menos por esa mañana.

“Estaba preparando mi comida cundo ustedes llegaron y debo estar al pendiente. Si usted pudiera venir otro día con gusto le respondo sus preguntas; inclusive podría hacer algunas cuestiones que tengo sobre el reino de Dios, sus ministros y la función que le dio a las mujeres tan bellas como usted aquí en la tierra”. Santo Dios. Lo habías dicho. Lo dijiste para observar la reacción de estas mujeres ante el galanteo. Tú, que siempre imaginaste ingresar a un Seminario, convertirte en presbítero y oficiar misa; que siempre quisiste preguntarle a alguien, después que descubriste la cogedera, la tomadera y a las mujeres fáciles, si estaba permitido jalársela de vez en cuando allá en el Seminario, porque no creías que fuera posible vivir en ese estado de celibato tan a la perfección, tan...

“Bueno, será mejor que venga otro día y así platicaremos más tranquilos”, y la hermana Flores se despidió con un apretón de manos. Sostuviste la suya por un poco más de tiempo, tan mamón y cursi como lo habías visto en las películas y jamás pensaste hacerlo o tal vez quería limpiarse la mano aceitosa y tu mente viajó a las tardes de tus catorce, quince, dieciséis años, cuando entrabas al aljibe de la casa en construcción, al regresar de clases, y enseñabas tus seños florecientes a quien se animara a besarlos, lamerlos, chupártelos. Por eso tu entrepierna se humedeció…
Fuiste a las oficinas de la congregación pero regresaste con él más tarde. Estaba sorprendido y tú más por estar ahí. Pasaste como un borreguito fuera del redil, acechada por el lobo, hacia el interior de la casa.

(Te llevó) La llevaste hasta tu cuarto donde la desvestiste y lamías lo que podía serle lamido; imaginabas que ella debía estar pensando en esas obras maléficas del demonio mientras estabas clavado en recordar a las otras que habían llegado a anunciar la buena nueva... Él se movía tan bien y sabía lo que te hacía que ya no pensaste en combatirlo: te dejaste llevar. Pronto, sentiste que tendrías un orgasmo: apretaste los dientes, sangraron tus labios y el hilillo púrpura te recordó el un libro acerca de tu secta. Gimiendo, le dijiste que eras casada.

Él, en su afán y penetración interminable te dijo que no en un pujido, que le valía madres y alzaba más y más tu vestido gris, largolargolargo, hasta dejar tus quejas: bajó con ansiedad a tu entrepierna para comenzar a rezarte un acto de contrición vaginal. Sonreíste, feliz por hacer feliz a otra persona, sobre todo a la ojigrande de los Santos de los ya casi Últimos Días.

Terminaron en un ajetreo febril: ella dando gritos (pudieron ser de arrepentimiento gozoso) y tú sudando a chorros. Se desarremangó el vestido que parecía sayal y se dirigió a la puerta de entrada, resoplando, mientras tú te deshacías del condón pecaminoso. La hermana Flores salió a la calle cuando tu madre llegaba a casa: estaba a punto de tocar el timbre. Ustedes salían, sorprendido y sorprendidas. A ti no te salvaría de esa condena ni Dios mismo en persona. Luego entraste o entraron y diste un sorbo al vaso con agua fresca de arroz que aligeró tú pena y volvió más llevadero el pecado cometido…

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