martes, diciembre 27, 2005

Una historia de Görmand

david chávez


Estaba buscando no recuerdo qué cosa cuando convine con la ama de llaves en haber escuchado la voz de una niña que decía haberme visto muerto en uno de sus sueños. Preocupado por la noticia y por la intrusión de la niña (que en realidad no era tan niña pues andaba entre dieciocho o diecinueve años de edad, aunque su voz no los reflejara) resolví dejar la búsqueda en paz y buscar a la emisaria de aquellas noticias tan desagradables.

Antes, metí la mano por debajo del vestido de la empleada doméstica y le sobé cariñosamente las nalgas. Ella sonrió y yo tuve que salir corriendo de la casa si quería alcanzar a la optimista que -fuera de cualquier presunción- ya quisiera ella que yo me muriera.

Bajé las escaleras como el viento y al abrir la puerta conseguí verla correr a mitad de la calle. Como pude eché a correr para alcanzarla. Había algo en ella que me era familiar; sí, su voz me era familiar, tal vez alguna sobrina, alguna prima extraviada o una hija o nieta, quién sabe. Debido a que fumo mi condición física no es muy buena (pueden verlo en la forma en que coloco, las comas y los puntos) así que en unos cuantos minutos ya podía verme bufando y resoplando, echando los bofes fuera, como dicen.

A tres calles de haber intentado seguirle la pista a la mujer se detuvo ella, estaba en un Oisa, un auto fabricado exclusivamente para mujeres y que únicamente es conducido en zonas urbanas, no apto para carretera porque, al igual que el Atos, a la menor brisa que les pase por debajo se voltean. Me pidió que la siguiera, avanzó primero despacio luego rápido.

Regresé al trote hacia la casa. Ozza abrió la puerta y le agradecí hurgando por debajo del vestido. Cogí las llaves de una de mis últimas adquisiciones: un Momsa deportivo que alcanza los 204 kilómetros por hora, busqué al perro y, con él detrás, salí en persecución de la tipa.


La busqué por las calles de Villa Görmand. Hay pocos autos, acaso sesenta o cien en temporada vacacional y siempre se sabe cuando alguien es fuereño o ha comprado auto nuevo. A las quince felicitaciones por mi Momsa la vi. Estaba por estacionarse en la pescadería. Al tercer bocinazo del claxon de mi auto volteó y pudo reconocerme. Abordó el Oisa y arrancó rumbo a las afueras de Görmand.

La seguí y la persecución pronto se tornó en competencia que terminó junto al lago del Calabozo. Bajó del auto y yo también. Sacó sus cigarros y yo también. Comenzamos a hablar y a fumar mientras le preguntaba cómo era eso de que me había soñado muerto. Mientras me explicaba que su madre había hecho no sé qué cosas rodeé el automóvil y me di cuenta que era igual al que yo había regalado alguna vez, cuando fui rico y tenía muchas amantes.

En mi sueño, me dijo, alguien me pidió prestado el auto. Inquirí si se trataba del Oisa y me contestó que no. Era uno similar al mío y entonces comenzó a contarme lo que pasó. Prestó el carro, fue a un bar pero su Momsa, bueno, mi Momsa se lo prestó a un amigo para que fuera por los demás. El tipo estaba ebrio. Salió a todo lo que daba el carrito, se pasó un alto y cayó en la barranca de Medas. Tuvo que pagarle el Momsa nuevecito…

Comencé a desesperarme y la urgí para que concluyera. El problema fue que su identificación estaba en el auto dañado. Como ella era la dueña del carro la policía la detuvo. El tipo huyó pero luego pagó los gastos. No entendía por qué la detuvieron si el accidentado fue él.

Dijo que el fulano llevaba cervezas en el carro, mariguana y dos grapas de cocaína. En el sueño su madre se enteró y su padre, que se parece a mi, según ella, se fue de casa porque el hecho había rebasado todas sus expectativas puestas en la hija. Y yo me parecía a su padre, quien no se fue solo sino con otra mujer. Soñó que lo veía caminando: llevaba en un brazo un gato y en el otro a la mujer. Ella iba en el carro nuevo y aceleró. Murieron los dos. Después fue cosa de que su madre la despertara para mandarla a la escuela y cuando iba hacia allá me vio por la ventana, entró y dijo lo dicho.

Tú estás muerto, me gritó. Le dije que se calmara, que hiciéramos algo: yo a subirme al Momsa y a conducir de regreso a casa. Ella subiría a su Oisa y se iría a la escuela. La chica comenzó a llorar. Apagué el cigarro. No estaba para lloriqueos, así que decidí cumplir mi palabra: no sé qué fue de ella. Debió haberse suicidado o seguro escapó de su casa.

Metí el auto a la cochera y llamé a Ozza, que me contestó desde la cocina. El perro movió la cola cuando se acercó y los dos entramos a casa. Volvía acariciarle las nalgas a mi ama de llaves cuando llegó a ofrecerme algo de jugo de naranja.

1 comentario:

Carlos Ramírez Vuelvas dijo...

Bien, David, me gustan mucho tus crónicas de Gôrmand. Me parecen muy divertidas. Adelante, maestro.